CAMINOS DE IDA O VUELTA

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Cuenta la leyenda
que hay una especie de magia de pescadores
que atrapan con sus redes a todo aquel
que se acerque al olor de sus colores.

Los enreda con nudos y brujería.
Ya no hay quien salga del barco de la locura.
A pesar de todo. A pesar de las mareas.
A pesar de los contrapuntos, contradicciones y exclamaciones.

Cuenta la leyenda
que estas redes brotan raíces en los estómagos
para que a cada paso dirección huida
se le rompan las razones
y sólo encuentre las de quedarse.

Si esto es cuento o carne y hueso,
señores, no podría asegurarlo.
Pero vengan, (com)pruébenlo ustedes mismos.
Porque cuenta la leyenda…

  
Con el barco un poco más azul
la piel roja
y el ansia amarilla,
jugamos un parchís de emociones
donde no sólo controla el azar(t).

Primera norma: no seguir las normas.
La estrategia, estar unidos.
Olvidarse de vivir es hacer trampa
aunque de vez en cuando,
te coman (ficha).
Pero es que es lo que tienen
los juegos del azar(t).


Hace ya ocho atardeceres,
exuberantes de color
y depredadores del cielo…
Hace exactamente ocho atardeceres
exhibicionistas y soberbios,
que fondeamos frente a la isla de Aix.
Una isla con una aparente desolación
que nos muestra sus cicatrices
y cuenta sus historias de fortalezas y grandes batallas.
Nosotros la consolamos entonces:
“Nuestras conquistas son diferentes;
atrapamos curiosidad, ofrecemos arte y locura
y al liberar sus cadenas,
encuentran en sus bolsillos
algo de magia, una pizca más de cordura.”

La isla entonces se tranquiliza.
Nos envía barcos que nos acercan a tierra
o se acercan curiosos por la conquista.
Nos azota con el viento y la lluvia
si abusamos de su confianza
o baja la marea
si quiere jugar más rato.

El aire que nos brinda,
se compone de una sustancia
a la que llaman tranquilidad.
Esa tranquilidad intranquila que uno siente
cuando sabe que algo grande se acerca.
Se acerca de puntillas, cariñoso.
Escondiendo los dientes
que atacarán más adelante.
A diferencia de que ahora somos fiera
y también presa.
  

Todo ha cambiado desde que soltamos amarras.
La inquietante espera explotó
en un estallido de olas
y turnos cada dos horas.
Atrás han quedado las despedidas,
ahora es un irnos constante
y hasta los mejillones se preguntan
dónde están sus raíces.

No queda ya más rutina
que las exigencias del presente.
No queda ya más reloj
que las manecillas del sol y las mareas.

Ahora el concierto es diferente:
A los instrumentos de viento, las banderas
el motor a la percusión
los de cuerda, todo aquello que olvidamos amarrar.
Y de la danza ya se encarga el agua en su depósito.
Lo importante es que toquemos todos al mismo son,
El
  son
     de
       las
          olas 
              del

                Atlántico.


El eco de quinientos zapatos
al son de una despedida.
El eco de unos pies
queriendo agarrar el suelo y el tiempo,
obviando que el mar no tiene raíces
y al barco ya no lo amarran
ni las sirenas.

El eco de unos aplausos
de risas, algunas lágrimas
abrazos y esas palabras
que sólo se sacan
en ocasiones de despedida.
El eco de una fanfarria, el eco de gaviotas, el eco de pescadores que traen congrios o alguna merluza, el eco de la lluvia, de la mañana, el eco de un irrintzi…
El eco.

Sólo queda eso,
el eco.
Aunque ya sabemos que el
eco…
deja huella en los tímpanos
y riega de música, el corazón.



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